viernes, 24 de junio de 2016

la polera que tenía miedo de quedarse atascada.


Ella había nacido polera. Sus primeros recuerdos eran junto a otra ropa blanca, sostenidas por un broche en una gran cuerda sobre la terraza. Ah, sí, sí. Siempre que una nueva prenda llegaba a la casita de Tomás era lavada con jabón blanco y tendida al sol.

Cómo había sido todo antes de eso no lo sabe bien. Algo le comentaron las chicas -las remeras y medias- sobre una fábrica donde -con telas, hilos y máquinas de coser- se hacía ropita para bebés y chicos. Todo eso a esta polera le generaba mucha intriga, porque era  muy pero muy curiosa, pero sobre todo porque necesitaba saber el origen de su GRAN problema...

¿Y cuál era este GRAN problema?

Que tenía un profundo miedo de quedarse atascada en la cabeza de Tomás. El lavarropas - a diferencia de los buzos y jeans- a ella no la asustaba. ¡Ni tampoco la tan pero tan temida plancha de la que todos huían! La cuestión empezaba cuando estaba dobladita en el estante, junto a las otras poleras y remeras de manga larga, y de repente, zaz, veía alargarse una mano hacia ella. "Oh, oh", pensaba  "Me parece que me toca... " Entonces -temblando- se preparaba para pasar por la cabeza de Tomi. No es que fuera un nene muy cabezón, pero ella no estaba segura de ser lo suficientemente elástica. ¡Si al menos le hubieran puesto un cierre, como a los chalecos de lana!

¿Y lo peor saben qué era? ¡Que Tomás también tenía miedo! No sabemos muy bien por qué el creía que la polera se iba a atascar en su hermosa cabeza de rulos dorados.

Así que ese momento era siempre una odisea. Tomás tenso. La polera más tensa aún. Y gggghhh, aghhhh auuuchhh ....ssssss, estirándose lo más posible, y aguantándose los alaridos de Tomás  quedaba siempre agotada.

Adoraba a Tomás, le encantaba vestirlo, abrigarle su pancita, sus brazos y su cuello. Pero le daba susto -qué digo- pánico -TE-RROR- la idea de un un día atorarse en su cabeza

De alguna forma había que resolver este problemón. Porque imagínense, en pleno invierno ninguno de los dos podía andar sin el otro. Tomás sin su abrigada prenda, y ella sin ir a jugar con él, sola y aburrida en su estante.

Todos le buscaban su solución al asunto. La mamá y el papá de Tomi le explicaron una y otra vez que no se pusiera nervioso, porque el elástico siempre terminaba cediendo. Pero a él estas explicaciones no le servían. Las remeras, buzos y sweaters hablaron una y otra vez con la temerosa polera, poniéndose a sí mismos como ejemplo: "¿Ves?" Le guiñaban el ojo desde el cuello de Tomi. No había forma.

Pero entonces ¿Se resolvió este complicado caso?
Afortunadamente sí.

¿Y quieren saber cómo?
¡Con un botoncito!

¿Cómo?
Sí; un simple botoncito blanco salvador.

La mamá de Tomás tomó tijera, hilo y aguja. Y la polera  -aunque no le gustaba que la cortaran y la pincharan-  se dejó coser mansamente.



Desde entonces, para ponerle la polera a Tomás sólo hubo que desabrochar el botón, y -¡fium!- la polera se deslizaba muy fácilmente.

Pero ¿saben qué? Ya no hizo falta. Porque Tomás ya no se quiso sacar su polera blanca.  Y no por el susto, ¿eh?. Sino porque descubrió que era la más cómoda y calentita... ¡Se convirtió en su prenda preferida!

Juntos fueron al jardín, a la plaza, a unas cuantas fiestas de cumpleaños ¡y hasta a un parque de diversiones!

Tan contentos e inseparables los dos ya ni se acuerdan de los tiempos en que se tenían miedo.

. . .

Y polerín, polorado, ¡este cuento poleroso se ha terminado!

martes, 10 de diciembre de 2013

El viaje en globo de Totó- Parte II

Ilustración por Señorita Medusa


Al despertar, en el cielo todavía estaba la luna, haciendo horas extra mientras el sol empezaba a brillar. Tomás miró hacia abajo y se encontró con que el mar ahora era celeste furioso pero transparente a la vez. "Esto debe ser el Caribe", le dijo a Rolfi. Desde el globo podían ver los bordes de una isla, con palmeras y arenas blancas. Mientras iban bajando hacia la playa vieron lo que había en el fondo: caballitos de mar, corales, estrellas de mar y peces de todos los colores. Por un segundo Tomás se acordó de su bañadera, celeste también, pero tan chiquita, con peces de goma y libros de cuento sumergibles. "¡Acá todo es tan real!", festejó, aplaudiendo, aunque por primera vez extrañó un poquito su casa, su mamá poniéndole el champú, el agua tibia cayéndole por la cabeza...

Ya abajo corrieron y corrieron, comieron, nadaron en ese mar colorido y durmieron una siesta. Los despertó un sacudón. El cielo estaba oscuro y el viento soplaba con fuerza. Alrededor no quedaba nadie. Fueron a buscar el globo, que habían atado a una palmera.

- No podemos volar con este viento- Dijo Tomás- Rolfi le dijo "No" con sus ojitos. - Vamos a buscar un lugar donde refugiarnos.

Caminaron con el viento de frente. La arena se les pegaba contra sus caras. Casi no podían hablar o reír, porque la boca se les llenaba de arena. Los barquitos que hace un rato pescaban cerca de la playa  ahora estaban vacíos y atados al muelle. De repente escucharon un trueno, vieron un fuerte relámpago y ¡plaf! Se largó la lluvia más fuerte que jamás hubieran imaginado. No tenían cómo protegerse de este temporal. El piloto amarillo ya estaba empapado. Se miraron asustados. Rolfi avanzaba con el rabo entre las patas. Tomás apenas podía ver qué había adelante.  Quiso llamar a sus papás con el teléfono, pero no tenía batería. Sintió un nudo en la garganta y ganas de llorar.

Entonces se acordó de una frase que había escuchado en algún lado "Vivir no es esperar a que pase la tormenta, sino aprender a bailar bajo la lluvia".

No se puso a bailar, claro, porque no tenía música y Rolfi no se sabía ningún paso, pero sí dibujó una sonrisa en su cara y siguió caminando. Entonces vio a lo lejos una lucecita prendida.

- ¡Por allá hay alguien!- Exclamó.

Empezaron a correr de contentos en esa dirección. Treparon una rocas con mucho cuidado hacia la casita con luz encendida. Tocaron la puerta. Chorreaban agua por todos lados.

- ¿Quién es?- Preguntó una vocecita aguda.
- Somos... Tomás y Rodolfo- contestó Totó.

La puerta se abrió y del otro lado se encontraron con una nena unpoco más chiquita que Tomás. Tenía zapatitos, pollera, remera y un gorrito de color rosa. Les sonrió.

- Soy Melisa - Les dijo- ¡Pasen!

Tomás y Rolfi entraron tímidos. Se secaron los pies en el felpudo. Miraron todo alrededor. La casa era chiquita, pero muy cálida. La tormenta desde adentro no parecía tan feroz.

Melisa trajo unos vasos de limonada y galletitas de chocolate. Rolfi tomó agua de un cuenco. Charlaron un rato sobre el viaje que estaban haciendo. Ella escuchó fascinada. "¿Desde Argentina vienen?", no lo podía creer. Nunca había salido de esta isla. Le contó todo lo que habían visto, y le confesó que tenía miedo de no encontrar el globo después del temporal y no poder volver.

- Yo los acompaño- Dijo ella muy decidida. - Sólo hay que esperar a que pare la lluvia.

Se quedaron escuchando música y mirando por la ventana. Tomás y Rolfi ya estaban secos cuando vieron que el sol empezaba a colarse entre las nubes.

Los tres fueron hasta el lugar donde estaba el globo. Lo encontraron un poco deshecho. Faltaban algunos objetos y  al parecer las gaviotas se habían comido las provisiones que les quedaban.

- ¡No se preocupen chicos!, ¡Podemos solucionar esto! - dijo Melisa.

Arrastraron el globo por la playa hasta su casa, donde esperaban los papás de la nena.

- Mami, papi, ellos son unos amiguitos- Los presentó- Están haciendo un gran viaje y tuvieron un problema.

La mamá se acercó y examinó el globo.

- Hay que coserlo un poquito - dijo, y sacó su costurero. Estaba atardeciendo. -¿Por qué no se quedan a dormir? ¡No pueden salir de noche!

Tomás y Rolfi se miraron.

- ¡Sí!- Fue la respuesta, casi sin dudarlo.

Sería la primera vez que no dormirían en el cielo desde que habían salido de casa. Melisa y su papá prepararon en el altillo una camita para Tomi y una pila de mantas mullidas para Rolfi. Les dieron toallas para que se dieran una ducha caliente, y unos pijamas.

Comieron todos juntos en una mesa redonda en la cocina. Esa noche Tomás se la pasó hablando de su mamá, su papá y su gata Kathy, a los que extrañaba mucho. También de sus primos, sus amigos, sus abuelos, su niñera. Se reía recordando anécdotas y les describió el barrio con lujo de detalles.

- ¿Y qué es lo que más te gusta de tu vida? - Preguntó la mamá de Melisa mientras le servía arroz y porotos.

Tomás pensó un poco. Melisa lo miraba de reojo.

- Que vivo rodeado de las personas que más quiero- dijo. -  ¡No me falta nadie!

- Te deben extrañar.- Señaló el papá.

- Sí, y yo a ellos - Dijo Tomás.

Después de comer, subieron con Melisa y Rolfi al altillo. Con ayuda de su linterna Tomás le leyó algunos de sus cuentos hasta la madrugada. Ella escuchaba atenta mientras comía maníes con chocolate. Después se quedaron dormidos los tres.

Se ve que la almohada le susurró algo al oído entre sueños, porque apenas abrió los ojos Tomás exclamó:

- ¡Rolfi, es hora de volver!

La mamá de Melisa los esperaba con el desayuno y el globo ya reparado. Le había puesto algunos parches de colores.  También había preparado una canasta con bocaditos y frutas. Tomás no sabía de qué modo agradecer tanto cariño. Sus papás le habían enseñado a ser agradecido, pero a veces lo que recibía era tanto que sentía que las palabras y las sonrisas no eran suficientes. Fue entonces que se le ocurrió dejarle a Melisa sus libros de cuentos: "Para cuando sepas leer", le dijo. Melisa lo abrazó.

Después subieron al canasto, soltaron el globo, y emprendieron la vuelta a casa. Fue un vuelo tranquilo, entre cielos celestes y nubes blancas y esponjosas. Repasando lo mejor del viaje se dieron cuenta de que una de las cosas más lindas era volver.

- Sí: volver es parte del viaje, y es lindo -  concluyó Tomás.

Volvieron a pasar por encima de playas, desiertos, selvas, montañas, ríos, puentes y edificios. En eso, cuando en el cielo aparecían las primeras estrellas, Tomás vio la terraza de su casa, donde Kathy se revolcaba, su papá hacía un asado y su mamá regaba las plantas.

- ¡Llegamos! - Dijo aplaudiendo y dando saltitos. Y Rolfi, contento, ladró por primera vez en todo el viaje.

FIN

jueves, 31 de octubre de 2013

El viaje en globo de Totó - Parte I

Candombito - PLAY

Todas las noches, antes de irse a dormir, Tomás soñaba con un globo gigante y colorido con el que viajaría por todo el mundo. Imaginaba cada detalle: el canasto que lo transportaría, la tela con que fabricaría el globo, el equipaje que iba a necesitar, los amigos que llevaría... todo. Se dormía con una sonrisa pensando que ese día llegaría.

Así de a poquito fue juntando retacitos de telas, hilos coloridos con los que las cosió, y una colección de cosas que pensó que podrían serle útiles. Algunas las consiguió en su propia casa, otras las fabricó con sus manos. Tenía una brújula que le indicaría dónde quedaba el Norte, un mapamundi, una linterna, una cantimplora, un teléfono, una cámara de fotos, una campera abrigada y una bufanda, un pilotito amarillo por si llovía, un reproductor de música con sus canciones favoritas, algunos libros de cuentos, su largavistas, sus instrumentos, lápiz, papel, buñuelos de la abuela Nora, ensaladas de la abuela Susa, galletitas de mamá, caramelos... también un frasco con comida y un hueso de juguete para Rolfi, su perro, al que pensaba invitar al viaje... ¡En su valijita entraba todo!

Una mañana, mientras su mamá tomaba mate antes de ir al trabajo, se lo comunicó: "Mami, me voy de viaje en globo". La mamá primero se rió, pero enseguida vio que Tomás hablaba muy en serio. "Sí, mami, nací en el mundo, y lo quiero conocer", le dijo, muy resuelto.

La mamá disimuló un sollozo con una chupada de mate y le dijo: "Bueno, después lo vemos con papi".

Al otro día, cuando la mamá y el papá se levantaron, se encontraron con un gran revuelo en la terraza. Totó ya había dispuesto todo para arrancar. Ah sí, era un nene muy decidido. No podían creerlo: sin saber cómo ni cuándo su hijito había fabricado un gran globo donde cabían él, Rolfi y todo el equipaje. No tenían más opción que aceptar la decisión del pequeño y dejarlo ir a recorrer el mundo por su cuenta. Quién sabía cuántas aventuras le esperaban.

Totó, recién bañado, los miraba a través de sus anteojos de sol. "Papis, no me extrañen porque por más lejos que esté, voy a pensar en ustedes, y cuando menos se lo esperen voy a volver", les dijo.

Entonces se subió al canasto y de un silbido llamó a Rolfi, que se sumó moviendo la cola de contento. Totó agarró la lista y vio que tenía todo lo que necesitaba para su soñado viaje, peeero... sorprendido algunas cosas nuevas, como sus cosquillitas en la panza, un poco de miedo a lo nuevo, otro poco de tristeza...  "¿Qué hago con todo esto?", pensó. "En la valija ya no entra nada". Rolfi lo miraba. Mamá y papá estaban abrazándose. "Y bueno, lo tendré que llevar conmigo, en los bolsillos", decidió. Pero también los tenía llenos. Entonces se dio cuenta de que todas esas cosas que sentía en realidad no ocupaban espacio más que en su corazón:  "Son parte del equipaje del viajero!", exclamó, y las dejó ahí, donde iban a parar todas las cosas lindas  y feas que sentía.

Después de darle muchos besos a sus papás, y de prometerles que les mandaría mensajitos y los llamaría seguido, y de darle un abrazo a su gata Kathy agarró su silbato y "Piiiiii", dio la señal para que le soltaran el globo. Totó y Rolfi habían empezado su viaje.

"¡Estamos volando, amiguito!", le dijo, mientras veía cómo la terraza de su casa, que siempre le había parecido tan pero tan grande se hacía cada vez más chiquitiiita.

Desde el aire vio a sus vecinos jugando al metegol, a la panadera tomando mate en la vereda, al vendedor de diarios que lo saludaba, la escuela, la plaza con su calesita.. todo se iba empequeñecendo a medida que subían. De repente, cuando se quiso dar cuenta, mamá, papá, Kathy y su casa no eran más que un puntito perdido en la inmensidad.

Al cosquilleo en la panza le siguió una sensación rara y nueva, era como si alguien le presionara en el centro del pecho. Pero ¿Cómo podían mezclarse un sentimiento tan lindo con uno tan molesto?, se preguntó. Enseguida recordó una frase de su mamá, que contaba que cada vez que iba a hacer algo nuevo y que deseaba mucho, además de alegría sentía un poco de miedo. "¡Ah! ¡Así es el miedo!", pensó entonces Totó. Y le empezó a hablar, como si El MIEDO fuera alguien. "Mirá", le dijo, "Yo estoy volando muy alto, muy alto, y lejos de mis papás, y mi única compañía es Rolfi, que no sabe castellano... Así que ni se te ocurra venir a convencerme de que no soy valiente. Yo soy muy pero muy valiente!". Rolfi -que al parecer algo de castellano entendía- asentía con sus ojitos.

El valiente Totó y su perro siguieron su camino en globo, sin más rumbo que el que marcaba el viento. Así fue como sobrevolaron los edificios altos del centro de Buenos Aires, vieron el Río de la Plata, tan ancho y lleno de veleros; vieron la costa uruguaya de la que tanto le habían hablado sus papis; vieron el río mezclándose con el mar; vieron las Cataratas del Iguazí, vieron una hilera de montañas nevadas; los bosques, los campos graaandes y verdes llenos de vaquitas; vieron las rutas serpenteando entre el paisaje... 

A medida que avanzaba el día, Totó y Rolfi iban descubriendo que el mundo era mucho más grande de lo que esperaban. Después de almorzar unos sandwichitos  agarraron los largavistas y siguieron mirando para abajo. Desde el Cerro de los Siete Colores unas nenas coyas los saludaban con las manitos; siguieron camino y vieron un cerro muy alto y majestuoso, con caminos llenos de turistas que también los saludaban. "¡Debe ser el Machu Pichu!", exclamó Totó. Después vieron una selva gigante, cruzada por un río también gigante "¡Mirá Rolfi! Ese debe ser el Amazonas", le dijo a su perro. No podían creerlo. Llevaban horas viajando y el mundo parecía recién empezar.

¿Y arriba en el cielo qué había? El sol, brillando cada vez con más fuerza y brillo; nubes de todos los tamaños y formas; pájaros chiquitos y grandotes; aviones a lo alto.. y el viento, que era invisible pero siempre estaba, a veces suave, a veces fuerte.

Ese mismo viento de repente los llevó hacia la playa. Ahora, por debajo del globo Totó y Rolfi veían un montón de gente en shorts y bikinis. "Faaachule", dijo Tomás, "¿Y si nos damos un chapuzón en el mar?" Rolfi movió la cola. Sí que entendía castellano.

Empezaron el descenso en globo despacito. La gente desde abajo los miraba. Cuando poro fin el canasto tocó el suelo, los aplaudieron. Totó y Rolfi no entendían por qué tanto alboroto, pero se pusieron contentos con la bienvenida. Muy rápidamente se pusieron las ojotas y cruzaron la playa en dirección al mar.

- ¡Plaf! Se dio un chapuzón Rolfi.
- ¡Plof! Lo siguió Totó.

Chapotearon felices un largo rato, hasta que vieron que el sol se empezaba a ir a dormir, como le decía siempre su mamá, y en su lugar salía la luna.

-¡Rolfi, nos tenemos que ir!- Dijo Totó.

Se secaron con una toalla, se subieron al canasto y retomaron el vuelo, ahora rodeados de estrellas y una luna gorda, amarilla y redonda.

-¡Qué lindo día pasamos! ¿No. Rolfito? - Dijo Totó sonriendo, mientras se le cerraban los ojitos de sueño. - Mañana será otro día, y tenemos mucho por recorrer.

martes, 22 de octubre de 2013

¿Sabías por qué el mar es salado?

Ilustración por Seel Baylac

Había una vez una isla muy muy chiquitita en un océano muy pero muy grandote. 

En esa época el mar era igual que ahora, con sus ballenas, sus delfines, sus focas, sus peces, estrellas de mar, hipocampos, caracoles y cangrejitos, pero con una diferencia: era dulce. Como los ríos, como los lagos, los arroyos, ¡como el agua de la canilla!

En la mitad de esa isla pequeñita vivían un montón de chicos muy felices, con sus familias y sus mascotas. La otra mitad la ocupaba  un gigante muy gigante que se llamaba Raúl. 

 ¿Y sabés quiénes se ocupaban de que todo anduviera bien? Una patrulla de gaviotas.  Se llamaban Gloria, Mora y Griselda, y eran las guardianas de la Isla Escondida, este pedacito de tierra que flotaba en el medio del mar.

Las gaviotas hacían su trabajo con mucha prolijidad y puntualidad. Arrancaban el día apenas salían los primeros rayitos de sol en el horizonte. Sobrevolaban la playa y las calles chequeando que todo estuviera en su lugar.  Subían, bajaban con sus alas grandes y miraban muy atentas hacia abajo.

Los chicos de la isla, camino a la escuela, las miraban y las oían, pero no imaginaban de qué estaban hablando, porque ellas tenían su propio idioma.

- Hoy Matilda se hizo trenzas - comentaba una.
- Sí, y Tomás está estrenando una mochilita nueva.
- ¡Uy, y mirá la mamá! Está apurada porque se les hace tarde.

Así eran sus diálogos. Nadie sabía que esas tres gaviotas estaban cuidando de grandes y chicos de la isla. Hacia el mediodía se iban a su casita y dormían una larga siesta. Después se volvían a despertar y arrancaban su vuelo nocturno. Y mientras buscaban pececitos para la cena contaban estrellas, se fijaban si la luna estaba llena o menguante y si había nubes de lluvia en camino.

Fue uno de esos atardeceres cuando notaron algo muy, muyyy raro. Raúl, el gigante de la isla, se estaba tomando el mar. Sí: ¡se estaba tomando el mar!. Había comido un gran sándwich con mucho jamón, mayonesa y queso y ahora estaba muerto de sed, entonces, sentado a orillas del mar, metía un bote de madera, lo cargaba con cada ola que venía, se lo tomaba, y así durante largo rato..

- ¿Qué bicho le picó a éste?! - Exclamó Griselda. 
- No sé, pero si sigue así nos vamos a quedar sin mar- Agregó Mora.
- ¡Y la isla ya no va a tener dónde flotar!- Observó Gloria.

"¡Somos las guardianas de esta isla! ¡Tenemos que hacer algo!", dijeron las tres al mismo tiempo. Entonces se sentaron muy pensativas en la playa a pergeñar un plan. Se rascaban el mentón con las alitas, daban pasitos para atrás y para adelante pero no se les ocurría nada. Después de un largo rato, Griselda empezó a dar saltitos: 

- ¡La tengo! - Dijo.
- ¿Qué queeeé?! - Se entusiasmó Mora
- Sí, eso: qué?!- Se impacientó Gloria.

Griselda puso cara de sabionda, y con aire misterioso, desapareció. Al ratito volvió sosteniendo un frasquito en su pico. 

- ¿Ven chicas? - Les dijo, agitando el frasco.

Las otras gaviotas veían el polvo blanco que había dentro, mientras aumentaba el misterio.

- Esto que ven acá se llama "sal".
- Saaaaal- repitieron Mora y Gloria.
- ¿Y saben para qué se usa? Las mamás y los papás de los nenes la echan en las comidas, o en la olla de los fideos, para darles gustito -justamente- salado. 
- Sala.. qué?!- Dijeron sus amigas.
- Salado. Pero no hay que pasarse mucho porque si no no se pueden ni comer. Puaj. ¡Y te agarra mucha pero mucha sed!
- Entonces...
- Entonces lo que vamos a hacer es echar mucha pero mucha sal así Raúl el gigante no se puede tomar el mar.
- ¡Es muy buena idea! - Aplaudió Mora.
 - Pero de dónde sacamos tanta sal? ¿Eh?- Dijo Gloria, más desconfiada.
- Esperen un minuto- Les pidió Griselda, y volvió a desaparecer volando. A los pocos minutos les dijo "Vengan, vengan". 

Les mostró que en el supermercado había muchas bolsas con muchos kilos de sal. Fina, gruesa, parrillera... 

Se pusieron en marcha. Se disfrazaron de señoras, con zapatos, tapados y sombreros y entraron al súper. Pasaron totalmente desapercibidas.

Mientras una empujaba un changuito, las otras iban cargando las bolsas de sal.

- Listo, chicas, con esto tenemos suficiente para que el gigante no moleste más.

Fueron hasta la playa, y empezaron a sobrevolar el mar, dejando caer puñaditos de sal con sus picos. La patrulla estuvo durante largo rato salando el mar. Entonces vieron cómo Raúl, después de cargar varios baldes de agua, empezó a estar cada vez más sediento. Su lengua gigante salía de su boca seca.

- ¡Pero este agua está salada! - Dijo, rugiendo de ira. - Voy a tener que tomar leche, ¡O hacerme un jugo!, dijo enojado. Tomó diez kilos de naranjas y se puso a exprimirlas una por una.

Las gaviotas se miraron felices.

- ¡Lo logramos!- Dijo Griselda chocando sus alas.
- Sí, el gigante ya no se va a tomar más el mar.- Acotó Mora
- Y lo mejor: la isla va a poder seguir a flote!- Festejó Gloria.

Desde ese entonces, cada noche, cuando las playas ya están vacías y nadie las ve,  la patrulla de gaviotas sale a salar el mar.

En poco tiempo el gigante Raúl entendió que si seguía tomando ese agua iba a morir de sed, y la Isla Escondida pudo seguir flotando como siempre, soleada y tranquila en el medio de un mar enorme y muy pero muy, muy salado.

lunes, 21 de octubre de 2013

Otto, Rodolfo y Totó


Otto estaba celoso de Rodolfo. Lo espiaba a través de los barrotes de madera, moviéndose de un lado a otro, oliendo todo con su hocico, tirado en la alfombra entre los juguetes, dándole lengüetazos en la cara a Totó, comiendo las galletitas que le convidaba.

Pero su lugar era la cuna, no había caso. Pasaba casi todo el día -y la noche- ahí dentro... Salvo los momentos en que le tocaba entrar en escena. Él sabía exactamente cuándo era su turno, y lo esperaba con mucha expectativa.

- ¡A cambiar el pañalcito! - decía la mamá, mientras entraba con Totó a upa.

- Zaz, ahora sí- pensaba Otto. Entonces, mientras Totó estaba panza arriba en la cama,  su mamá preparaba el algodón, el pañal limpito y abría los botones del enterito cruzaba sus dedos de peluche: "¡Me toca, me toca, mirame, sacame, acá!".

Y ahí ocurría el momento mágico: la mamá de un giro lo tomaba en brazos y lo ponía frente a Totó.Cómo disfrutaba Otto verlo reír. Su voz ronca era una de las cosas que más gracia parecían causarle a ese bebé, rubio, de cachetitos rosdados. "Un bebé de leche y miel", como decía la mamá mientras le daba besos en la panza. Cuando Totó se reía, se le veía cada uno de sus ocho dientes, y la carcajada resonaba en esa gran habitación, llena de juguetes de colores.

- Hola, soy Otto - le decìa a Totó- soy el perro con bufanda, y muevo las orejas para acà y para allá. Huela bien, huela mal, estoy siempre firme al pie del pañal-

¡Disfrutaba tanto esos segundos! Eran su mayor tesoro cada día.

Pero entonces no podía evitarlo: siempre le dedicaba algunas palabras a Rodolfo: "Ese perro sucio, no como yo, que huelo a perfume", le decía. "Ese coso peludo que te pasa la lengua por toda la cara, ¡puaj! Yo sólo te doy besitos"- Como Totò no entendía mucho se reía igual.

Lo que Otto no sabía es que el bebé tenía amor para los dos. O , mejor dicho, sí lo sabía, pero creía que tenían que repartírselo. Por eso trataba de convencer a Totó de que él era mejor: para quedarse con porción más grande de ese amor.

Así pasaron los días, los meses... y Rodolfo seguía igual de pegajoso, Otto igual de blanco y suavecito, pero Totó ahora caminaba y sabía hablar.

Un día entró en su habitación con Rodolfo y encontró a Otto fuera de la cuna. ¡Qué sorpresa se llevó!
Los dos perros, el de peluche y el otro, se miraron largo rato. La mirada de Otto estaba llena de reproche, de desafío y competencia. La de Rodolfo de amistad y cariño.

Entonces pasó algo inesperado: Rodolfo le dio un lengüetazo en cada cachete. Otto se quedó callado, quieto, helado.

- ¿Pero cómo?!- le dijo con la misma voz ronca de siempre, pero con menos talante del habitual. ¿Vos me querés?

Rodolfo no le contestó porque no sabía hablar. Tampoco le ladró. Lo miró y le volvió a dar un lengüetazo. Igualito a los que le daba a Totó.

Totó miraba a uno y otro, hasta que por fin los abrazó a uno con cada brazo, y sonriendo les dijo:

- Yo tengo amor para los dos. Pero no tienen que pelearse porque no lo vamos a dividir. Juntos los tres lo podemos multiplicar. ¡Cuantos más seamos más amor hay! ¡Podemos ser amigos los tres!

Otto estiró su boca de hilo en una sonrisa.

Rodolfo movió la cola

Y la gata Kathy, que siempre se había quedado aparte mirando con disimulo desde un canasto de ropa pensó:

- ¡Totó tiene amor para todos nosotros! ¡La próxima me toca a mí!

Y ronroneó muy contenta.